marzo 13, 2011

Marea

Al ritmo del minutero de su reloj de muñeca iba tomando cada sorbo de café con la delicadeza de alguien que nunca en su vida vio un atardecer... sí, con esa delicadeza. Aquel horripilante espectáculo le aterraba, no por la oscuridad de la noche, ni por la luna, ni las estrellas, más bien por que el sol siempre se llevaba consigo al mar algo más que su luz, se llevaba esa efímera alegría que hacía de su vida una abstracta mezcla de espontaneidades que culminaban igual una y otra vez, y así hasta el ocaso.

Las olas reventaban en los rocosos arrecifes y el vuelo de las aves le anunciaba que se acercaba la hora. Un impulsivo vistazo al reloj. La marea crecía, junto con ella su ansiedad. Esta vez sería diferente a las demás, finalmente vería un atardecer.

Comenzaron a teñirse las aguas y la espuma se reía de él, como si el mar le escupiese los pies; él le ignoraba al tiempo que neciamente continuaba mirando su reloj de vez en vez. Los nervios le carcomían el alma en forma de escalofríos en la salada espalda.

Ardió el cielo, las nubes de incontrolable fuego iban calcinando su forzada sonrisa al punto de hacer sangrar su nariz. Tomó una moneda y la colocó sobre su frente, mirando hacia arriba vio como las palmeras perdían su color.

Y ocurrió, y fue en ese instante que todos los momentos brotaron rebeldes de su interior: cientos de noches estrelladas acostado sobre la arena, miles de atardeceres que tornaban naranja su mirada e infinitas canciones que él mismo le escribió rodaban por entre las grietas de sus mejillas.... ya la oscuridad jugaba con su cabello.

Estaba paralizado, no sabía si llorar o reír... si tomar el viejo Colt y ponerlo en su cien... La brisa le besó la nuca y fue hasta ese momento que sonrió como nunca antes lo hizo, una sonrisa tan auténtica como la luna en cuarto creciente.

Acabó su café y lanzó su reloj al arrecife, se acostó sobre la arena y cerró los ojos esperando a que le arrastrase la marea...